¿Dirigente político o sabio moral? Soy consciente de que al centrar mi análisis en la prédica moral de José Mujica, me expongo a ser acusado de desviar la atención hacia un aspecto secundario en la trayectoria y en los desempeños del personaje en cuestión. Y es que, en efecto, estamos hablando de un dirigente político que ha acumulado éxitos a lo largo de muchos años, como candidato a cargos públicos y como referente obligado de convocatorias partidarias con amplios respaldos. Con todo, me inclino a pensar que el propio Mujica valora más su mensaje moral que sus desempeños estrictamente políticos, y que incluso atribuye a dicho mensaje su gravitación y su prestigio, ya no solo a nivel local, sino también a lo largo del mundo. A lo cual debe agregarse que tampoco asocia a su accionar como gobernante con logros señalados. Por el contrario, a ese respecto ha señalado balances negativos: “la chamboneamos en lo financiero”, “me ganó Harvard”, “no me llevaron mi reforma educativa”. A lo anterior deben agregarse algunos fracasos estrepitosos –a los que Zorba El Griego calificaría como “gloriosos”-: la regasificadora, el puerto de aguas profundas, “las velitas prendidas al socialismo” mediante empresas cooperativas inviables y sistemáticamente morosas, el tren de los pueblos libres, el proceso de liquidación de PLUNA, el asado del Pepe, el asilo a los presos de Guantánamo, el combate al narcotráfico mediante la comercialización legalizada y estatalmente controlada de marihuana, etc. En cambio, parece estar orgulloso de la favorable recepción universal que ha tenido su prédica moral así como del testimonio ejemplarizante de austeridad que ofrece a través de su conducta personal y de su forma de vida.
Mujica y el padre de los Karamazov: la vocación a autodevaluarse, a que no lo tomen en serio. El tema y el ángulo elegido para el presente análisis se exponen a una segunda objeción en cuanto a su pertinencia. ¿Por qué tomarse en serio la prédica moral de Mujica? El propio autor parece empeñado en ridiculizarse a sí mismo, como si le preocupara que lo tomaran demasiado en serio, o como si tratara de demostrar que detrás de todas las máscaras que exhibe se escondería un Mujica juguetón, alguien que a través de un guiño comunicara a los más avispados de la audiencia que detrás de esa moralina se esconde un hábil jugador cuyos gestos de nobleza encubren la búsqueda de algún beneficio. La justificación de la concesión de asilo a los presos de Guantánamo ofrece el mejor ejemplo de ese desdoblamiento del personaje. En primera instancia, caracterizó esa decisión como un gesto de colaboración con el presidente Obama y su política frustrada de cerrar la prisión de Guantánamo y clausurar así un capítulo deshonroso de violaciones del derecho de gentes. Sin embargo, no había pasado mucho tiempo después de ese mensaje que demostraba generosidad y amplitud de miras, cuando el codo borró lo escrito con la mano y el oportunista reemplazó al estadista: el asilo paso a ser descrito como una “avivada”, un acercamiento al gobierno estadounidense con vistas a provocar su gratitud y facilitar así la importación de los cítricos uruguayos.
Los mensajes contradictorios acerca de lo que otorga valor a nuestra vida. Por desgracia para el propio Mujica, su propia prédica moral incurre en notorias inconsistencias. En efecto, todos sus discursos contienen invariablemente dos partes. En la primera, se reitera el antiguo mensaje del Eclesiastés y del estoicismo, el “vanidad de vanidades”: no despilfarres tu vida persiguiendo logros que dependen de condiciones externas y que te obligan a dedicar una parte importante de tu tiempo a cumplir actividades y esfuerzos desprovistos de valor intrínseco. Por el contrario, procura dedicar la mayor parte de tu existencia al disfrute de todo lo valioso que está al alcance de tu mano, la serenidad interna, la familia, las amistades. En la segunda parte, la relación entre la vida y los contenidos valiosos se invierte y la prédica se convierte en una interpelación al compromiso de cada uno: si no tienes una causa por la cual militar, una meta más amplia que tu limitada existencia, algo que trascienda los límites de tu pasaje por el mundo, entonces, tu vida está vacía, es un mero acontecer desprovisto de significado.
Hace unas semanas Mujica fue invitado por Alberto Fernández a participar en un acto organizado por los estudiantes de una sede universitaria de Buenos Aires. En esa ocasión, Mujica dirigió una breve alocución cuyo formato y contenido se ajusta al modelo que acabo de caracterizar. En primera instancia convocó a los estudiantes a agradecer el milagro de estar vivos, de disponer de ese don maravilloso que es la vida. A continuación introdujo la contrapartida de ese mensaje: si te contentas con el mero tránsito vital, si no pones tu vida al servicio de algo más grande y duradero, entonces, habrás vivido en vano.
Cabe preguntarse si Mujica es o no consciente de la inconsistencia de su mensaje. Si estuviera advertido, entonces estaríamos frente a alguien que hace trampas para atraer incautos. Si, por el contrario, no percibiera que incurre en una contradicción, habría que concluir que se trata de alguien perezosamente irreflexivo y desprolijo. Sin embargo, si tomo en cuenta lo que ocurre en mi propio caso, cabe una tercera posibilidad y es que le atraigan las implicaciones de dos afirmaciones incompatibles entre sí y que le cueste renunciar a una de ellas. Quizás sea ese el problema de Mujica y por eso suele agregar como disculpa el ya famoso latiguillo: “por un lado te digo una cosa y por otro lado, te digo la otra”.
Lo que se esconde detrás de la crítica de Mujica al consumismo. Confieso que nunca me cayeron bien las tribus de profetas de púlpito y de boliche que cultivan sistemáticamente las diatribas fáciles contra las inclinaciones y gustos del vulgo. Siempre me parecieron unos majaderos. A mi juicio, tales condenas traducen un diagnóstico trivial y una actitud arrogante que se apresura a descalificar en forma indiscriminada aquellas preferencias que concitan la atención y la curiosidad continuamente renovadas de un público cada vez más amplio. También pecan de impaciencia, no están dispuestos a tener confianza en la gente y darle tiempo para que se vayan afinando sus apreciaciones, vaya descartando los productos de escaso valor y empiece a demostrar su disposición a involucrarse como apreciadora y entendida en las nuevas posibilidades de comunicación, expresión, traslado, vestimenta, comida, etc. que le ofrecen, tratando de anticipar sus demandas cada vez más exigentes.
En todo caso, ese tipo de denuncias que frecuentan los predicadores morales suelen contener un doble mensaje. En un primer nivel, se trata de la condena a las preferencias de un público al que se atribuye estar manipulado, seducido por propuestas frívolas y noveleras. Por detrás de ese nivel, se encuentra un metamensaje que se traduce en un autoenaltecimiento del predicador, alguien que asume la postura de juez supremo y convoca a los demás a que reconozcan hasta qué punto su sabiduría moral se eleva por encima del vulgo despistado. Y bien, quienes arriesgan ese tipo de juicios deberían respaldarse en indagaciones cuidadosas sobre los intereses y las preferencias de las personas atraídas por esas ofertas renovadas, examinar hasta qué punto se tratan de meros receptores pasivos e indiscriminados o de exploradores que aprenden a revisar sus criterios y preferencias. También sería conveniente que compararan la amplitud de los horizontes de mundo al cual accedían las generaciones pasadas y al que acceden las generaciones actuales.
Un caso cercano. Por mi parte, me limito a contar una anécdota ilustrativa. Hace pocos meses, un joven que habita en un asentamiento en los alrededores de Montevideo -y que repitió por segunda vez el primer año de la enseñanza media- me recomendó un filme que relata una historia ocurrida en Malawi, a principios de este siglo. El protagonista de la historia –basada en hechos reales- es un niño de 10 años que consigue construir un molino de viento, le acopla una dinamo de bicicleta y una pequeña bomba eléctrica con la que logra extraer agua de un pozo y suministrar riego a una aldea asolada por la sequía y el hambre.
El filme tiene un vigor narrativo atrapante, los personajes son complejos y entrañables, la interpretación actoral de primer nivel. Ninguno de esos logros se encuentra en el filme “Roma” de A. Cuarón, sobre el que se acumularon los premios. Y bien, tanto el niño africano, como el joven uruguayo que me recomendó el filme, se insertan en un mundo mucho más amplio que aquel al que yo accedía cuando tenía la misma edad que ellos.
Con todo, el caso da para más. Es cierto que ese joven uruguayo dispone de un televisor particular en su propio cuarto, además de los que usa el resto de la familia, y que la vivienda está construida de forma casera y con materiales relativamente precarios. Se dan, pues, todos los elementos para que algún crítico del consumismo se apresure a tomar este caso como confirmación de su diagnóstico acerca de las prioridades erróneas del público. Por mi parte, me inclino por asumir una actitud más prudente y más caritativa: opto por suponer, por el momento y hasta que se demuestre lo contrario, que la avidez con que la gente es atraída hacia una siempre renovada oferta de bienes y servicios no es el resultado de un mera rapacidad posesiva, sino de una apuesta a compartir el repertorio de exploraciones y transacciones inéditas que dicha oferta promete a un público cada vez más exigente e informado.
Dos tipos de argumentos muy diferentes para reivindicar la austeridad. Hace casi tres décadas, en ocasión de mi estadía en la Universidad de Lovaina-la-Neuve (Bélgica), asistí a una conferencia sobre la austeridad. Lo poco que recuerdo de esas exposiciones me sirve para analizar el tipo de argumentos que es legítimo esgrimir para exigir a la comunidad humana la aceptación de ciertas restricciones razonables a la expansión indefinida del consumo. No voy a entrar en detalles, porque el punto que me interesa destacar es lo que allí no figuraba y que, en cambio, constituye el núcleo central de la prédica moral al estilo de Mujica. En efecto, ninguno de los expositores apeló a la austeridad como un modo de vida valioso en sí mismo. Por el contrario, todos abordaron el problema en términos de las responsabilidades que debemos asumir en cuanto miembros de una comunidad moral que convive en un paisaje natural vulnerable y con acceso a un conjunto de recursos diversos, algunos de los cuales no son renovables.
En último término, la prédica moral de Mujica sobre el consumismo se inserta en el marco de la pregunta acerca de cómo debemos conducirnos para llevar una vida buena. Y su principal argumento contra aquellas prioridades y preferencias que según él concentran las preocupaciones prevalecientes en el público de nuestros días, es que nos inducen a descarriar nuestra vida, a malograrla. Y bien, estoy seguro de que para los filósofos de Lovaina que debatieron sobre la austeridad, la pregunta sobre la vida buena plantea un falso problema y nos convoca a una búsqueda que no lleva a ninguna parte. Por lo pronto, cada uno de nosotros dispone de posibilidades diferentes de acceder y de disfrutar de una diversidad inagotable de componentes valiosos: el conocimiento, la amistad, la belleza presente en el paisaje natural y en las obras de arte, las fruiciones que acompañan el ejercicio de nuestros sentidos cultivados por los discernimientos y las informaciones que los guían y complementan, etc. Nuestras diferentes dotaciones de talentos y disposiciones, así como las circunstancias, las oportunidades y las personas con las que nuestro destino se ha entrelazado, determinan la agenda de responsabilidades, asuntos y actividades a las que podemos y, en algunos casos, debemos otorgar prioridad. Por lo mismo, no tiene sentido tratar de formular un recetario que identifique aquel único ordenamiento de preferencias al que todos deberíamos alcanzar. Aristóteles incursionó en esa falsa indagatoria y terminó dando tres respuestas tan diferentes entre sí, como poco satisfactorias.
Dos aclaraciones para evitar posibles equívocos. En primer lugar, creo haber explicitado cuál es mi opinión acerca del valor de los aportes de José Mujica como gobernante y como filósofo moral. Sin embargo, más allá de las dudas y discrepancias que puedan plantearse al respecto, entiendo que todos deberíamos reconocer que como analista político demuestra, en algunas ocasiones al menos, una extraña mezcla de astucia con lucidez. Tal es el caso de su opinión sobre el movimiento “Un Solo Uruguay”. El gobierno, el Frente Amplio, el PIT-CNT, una parte muy importante de la academia, y al fin y al cabo hasta los partidos de la oposición, optaron por rodearlos de un muro de silencio, transmitiendo inequívocamente su incomodidad frente a un actor nuevo que parecía desconocer los cauces tradicionales de canalización de demandas y de propuestas, y que venía a poner en cuestión la inversión extranjera más importante en la historia del Uruguay.[1] En cambio, Mujica advirtió, en particular a sus correligionarios, que tuvieran cuidado, que no incurrieran en el error de tomar a la ligera y menospreciar a esa convocatoria y a la gente que la promueve. Explicó que se trataba de un grupo de personas que podrían ser políticamente conservadoras, pero que son muy honestos, muy trabajadores, y que cuyos aportes productivos prolongan una acumulación intergeneracional de conocimientos, disciplinas y disposiciones (ambiciones y exigencias) que no se aprenden en las aulas y que el país no se puede dar el lujo de echar por la borda. Sus correligionarios no le hicieron caso y él mismo no insistió en el punto, pero todo permite augurar que se va a cumplir el anuncio del colono que trató al Presidente Vázquez de mentiroso y que para rematar su entredicho con el mandatario le señaló: “nos vemos en las urnas”.[2]
En segundo lugar, es preciso poner a la virtud de la austeridad en su justo lugar. En términos de apetitos y de hábitos de consumo, Hitler era muy moderado: comía poco y liviano, no bebía, no fumaba ni era muy activo sexualmente. Eso sí, sus ambiciones de poder no tenían límites. Por cierto, un admirador de Mujica se adelantaría a señalar que éste cultiva un sueño de hermandad y no de dominio, por lo cual no cabe ningún paralelismo con el personaje en cuestión. A esto simplemente cabe responder que traje a colación al mismo sólo para ilustrar mi juicio acerca de la austeridad como virtud: la misma no es incompatible con un ansia desenfrenada de asumir protagonismos personales gravitantes sobre los cursos de acontecimientos y de dejar una impronta imborrable de nuestro pasaje por el mundo.
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[1] Es cierto que los dirigentes del movimiento se preocuparon de que el mismo se desalineara explícitamente de los distintos partidos políticos, así como de las organizaciones formalizadas de productores agropecuarios. Tal sesgo le permitió extender su convocatoria a amplios sectores del comercio y los servicios que dependen de la demanda del sector agropecuario. Con todo, ese mismo desalineamiento también facilitó su progresivo aislamiento. Mi próxima nota para esta página va a estar dedicada al análisis de este episodio y sus implicaciones.
[2] Mujica acumula dos participaciones en este tipo de movimientos de reivindicaciones rurales. En su juventud formó parte de aquella alianza entre el herrerismo y el ruralismo que resultó decisiva para desplazar a un Partido Colorado que llevaba casi un siglo encabezando gobiernos. Más adelante, trató de asociarse con las movilizaciones de los productores agropecuarios, endeudados por la crisis desencadenada en los primeros años del siglo XXI, cooptando a algunos dirigentes de las mismas –en particular, a Gaggero, Fratti y Hugo Manini Ríos- incorporándolos a su fracción política y promoviendo a los dos primeros a cargos en los gobiernos del Frente Amplio. En ambas ocasiones, 1958 y 2004, Mujica pudo comprobar cómo la canalización del malestar de esos sectores productivos podía contribuir al fin de predominancias partidarias prolongadas y al comienzo de un ciclo de distinto signo: en 1958, la del Partido Colorado y en 2004 la de los partidos tradicionales. A esta altura (20/11/19), todo parece indicar que en 2019 las movilizaciones de esos sectores van a contribuir a interrumpir la serie de gobiernos encabezados por el Frente Amplio. El mérito que puede reclamar Mujica consiste en haber advertido ese peligro desde el primer momento, en 2017.